viernes, 3 de febrero de 2012

Procure usted ser millonario



  Se coge de las puntas, entre el índice y el pulgar de cada mano. Se aplica al objeto de observación. ¿Cabe exactamente el objeto en la medida? Entonces está bien. ¿No cabe, o no la llena? Entonces está mal. La cosa no puede ser más sencilla.

                                                              

  Con tal procedimiento ha logrado un periódico de la mañana –admirable, fuera de eso, por mil motivos– juzgar toda suerte de acontecimientos. La medida –la medida que se suspende entre el índice y el pulgar de cada mano– se contiene en estas palabras: "Hay que respetar los derechos individuales." Como se verá, no se trata de ninguna frase cuya aprehensión cueste gran esfuerzo. Pero tiene una virtud maravillosa: una vez adquirida, libra a quien la adquiere, para todo el resto de sus años, de la enojosa necesidad de pensar. Los convencidos por la frase hallan resuelto para siempre el problema de valorar cualquier suceso político. ¿Se han respetado los derechos individuales? El suceso está bien. ¿Se han olvidado los derechos individuales? Él suceso está mal. Dictaduras, revoluciones, leyes..., cuanto de más complejo y profundo da de sí la vida de un pueblo, adquiere transparente simplicidad.

                                                              

  Ahora bien, ¿qué son los derechos individuales?

  Imaginemos a un obrero del propio periódico descubridor de la norma. Ese obrero, desde hace varios años, trabaja en una linotipia. Le pagan bien, eso sí, pero el hombre vive sujeto a la linotipia varias horas cada jornada. Junto a la linotipia corre su edad madura. Una mañana, cuando alborea, el obrero –que ha pasado la madrugada frente al teclado de la linotipia– nota que le corre por la frente un sudor frío. Sus ojos comienzan a ver turbio. De pronto se le tuerce la boca en un rictus. Pesadamente cae al suelo. Lo recogen, sobresaltados, varios compañeros de tarea. Está sin sentido. Le mana de la boca tenue hilillo de sangre. Se ha muerto.

  El obrero deja viuda y seis hijos, ninguno de edad de trabajar. La viuda recibe un subsidio, más crecido por generosidad de la empresa que por imposición de la ley. Vive unos meses; acaso un año o dos. Pero llega una fecha en que resbala entre los dedos el último duro del subsidio. Ya no hay para comer en la casa. Los chicos palidecen por días. Pronto serán presa propia para la, anemia o la tuberculosis. Y para el odio.

  ¿Y entonces? Entonces, si la viuda del obrero tiene la fortuna de vivir en un Estado liberal, se encontrará con una Constitución magnífica, que le asegurará todos los derechos. Los famosos "derechos individuales' '. La viuda tendrá libertad para elegir la profesión que le plazca. Nadie le podrá impedir, por ejemplo, que establezca una joyería, o un Banco. También tendrá libertad para escoger su residencia. Podrá morar en Niza, en Deauville o en un palacio en las afueras de Bilbao. Antes se abrirá la tierra que permitir que se le ponga coto a la libre emisión del pensamiento. La viuda será muy dueña de lanzar un rotativo como aquel en que su marido trabajaba. Y como, además, las leyes protegen la libertad religiosa, le estará permitido fundar una secta y abrir una capilla.


                                                                 

  Toda esa riqueza jurídica, ¿no conforta a cualquiera? Claro está que la viuda acaso no sienta la comezón urgente de escribir artículos políticos o fundar religiones. Tal vez, por otra parte, tropiece con algún pequeño obstáculo para establecer una fábrica o un gran rotativo, por ejemplo. Pudiera ocurrir que su mayor apremio consistiera en hallar sustento para sí y para sus hijos. Pero eso es, cabalmente, lo que no le proporciona el Estado liberal. Derecho a comer, sí, sin duda alguna. Pero ¿comida?


                                                                 

  La pobre viuda tendrá que capitular en la dura pelea. Aceptará lo que le den por coser diez horas a domicilio. Ayunará para que sus hijos se forjen la ilusión de que comen algo. Y mientras, por las noches, en la buhardilla tenebrosa, se queme los ojos sobre las puntadas, no faltarán oradores liberales que preparen párrafos como éste: "Ya no existe la esclavitud. Gracias a nuestras leyes, nadie puede ser forzado a trabajar sino en el oficio que libremente elija."


                                                               

  He aquí cómo el Estado liberal, mero declamador de fórmulas, no sirve para nada cuando más se le necesita. Las leyes lo permiten todo; pero la organización económica, social, no se cuida de que tales permisos puedan concretarse en realidades.


                                                                      

  Lector: si vive usted en un Estado liberal procure ser millonario, y guapo, y listo y fuerte. Entonces, sí, lanzados todos a la libre concurrencia, la vida es suya. Tendrá usted rotativa en que ejercitar la libertad de pensamiento, automóviles en que poner en práctica su libertad de locomoción ... ; cuanto usted quiera. ¡Pero ay de los millones y millones de seres mal dotados! Para esos, el Estado liberal es feroz. De todos ellos hará carne de batalla en la implacable pugna económica. Para ellos –sujetos de los derechos más sonoros y más irrealizables– serán el hambre y la miseria.


                                                                         

  Eso ya lo ha visto la Humanidad. Por eso, para juzgar los sucesos políticos, exige medidas más profundas que las del rotativo de la mañana. Quiere Estados que no se limiten a decirnos lo que podemos hacer. sino que nos pongan a todos, protegiendo a los débiles, exigiendo sin rencor sacrificios a los poderosos, en condiciones de poder hacerlo. Dos tipos de Estado intentan el logro de tal ambición. Uno es el estado socialista, justo en su punto de arranque, pero esterilizado después, por su concepto materialista de la vida, y por su sentido de lucha entre clases. El otro es un Estado que aspira a la integración de los pueblos, al calor de una fe común. Su nombre empieza con efe. ¿Puede decirse ya?                   


                                                           Jose Antonio Primo de Rivera.


                                                                  


                                                                 

                    

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